Allá se estrenaba el Valor de Ley de los Cohen. Hailee Stainfeld quedaba "descubierta" -quizás con demasiado apremio-, y estos inseparables de la vanguardia filmográfica desmerecían los comentarios que provocó su última andanada, la ya remota Quemar después de leer (2008), para maravillarnos con la reinvención del género y, de paso, terminar de tocar todos los palos. Iciar Bollaín compone una maravillosa sinfonía metahistórica, dónde los vastos espacios americanos cobran también un papel destacado en simposio fílmico. Los entendidos patrios no estaban dispuestos a permitir la falta de insolencia de la vicepresidenta que, si bien, no contribuyó de manera honesta al escándalo antidescargas que enturbió la gala de los Goya, tampoco acertó a definirse de forma tajante frente a De la Iglesia. En América, ningún académico inmovilista, valga la redundancia, vió con buenos ojos que alguien se adelantase a observar que un falso remake -la original de Hathaway (1969) realiza una adaptación libre del texto de Charles Portis, mientras que los hermanos cineastas retoman la adaptación por dónde termina el libro, sin detenerse en estaciones medias como las limitaciones made in western o el título que entregó a John Wayne su única estatuilla dorada- podía, siquiera, atentar contra el legado de la primera incursión activa de la figura femenina en el hermético universo de los vaqueros y su testosterona.
Sus convicciones políticas y, por qué no decirlo, su mal ojo a la hora de gestionar la crisis política que desembocará en la salida de la Academia del mejor presidente que hemos tenido en los últimos años; negaron a Álex de la Iglesia la oportunidad de coronar esa puta locura y esa hermosa aventura que configura Balada triste de trompeta (2010). Y es que la mano negra que ensombrece la internacionalización de nuestro cine y su buena salud, que se hace fuerte en una recaudación en taquilla -que roza el absurdo- aunque no dé cuenta de todo lo que hay detrás: no resta credibilidad a consagrados como De la Iglesia, Almodóvar o Trueba; y debutantes como Trapé, Chapero Jackson o Vigalondo. Son artesanos del arte en pantalla grande y, lo que es más importante, profundizan en un concepto que, por raíz, historia y diálogo, se acerca al cine de autor. Álex de la Iglesia es uno de los mayores exponentes de esté fenómeno: puedes amarlo u odiarlo, pero en ninguna otra parte del mundo, baile quien baile detrás de la cámara, podrás ver el cine que hace este señor rechoncho. La versión yankee del despotismo académico la protagoniza la versión, a cara de perro, del mayor fenómeno cultural y tecnológico del nuevo milenio. A nadie sorprende que esta combinación majestuosa de talento titulada The social network (David Fincher, 2010), haya fracasado en la ceremonia de los premios más populares del cine americano. El problema de la Academia es que arrastra veinte años de retraso cultural y, por ello, la labor de gigantes como Buñuel declaraba la etiqueta de moderno y, evidentemente, peor que lo anterior.
Sus convicciones políticas y, por qué no decirlo, su mal ojo a la hora de gestionar la crisis política que desembocará en la salida de la Academia del mejor presidente que hemos tenido en los últimos años; negaron a Álex de la Iglesia la oportunidad de coronar esa puta locura y esa hermosa aventura que configura Balada triste de trompeta (2010). Y es que la mano negra que ensombrece la internacionalización de nuestro cine y su buena salud, que se hace fuerte en una recaudación en taquilla -que roza el absurdo- aunque no dé cuenta de todo lo que hay detrás: no resta credibilidad a consagrados como De la Iglesia, Almodóvar o Trueba; y debutantes como Trapé, Chapero Jackson o Vigalondo. Son artesanos del arte en pantalla grande y, lo que es más importante, profundizan en un concepto que, por raíz, historia y diálogo, se acerca al cine de autor. Álex de la Iglesia es uno de los mayores exponentes de esté fenómeno: puedes amarlo u odiarlo, pero en ninguna otra parte del mundo, baile quien baile detrás de la cámara, podrás ver el cine que hace este señor rechoncho. La versión yankee del despotismo académico la protagoniza la versión, a cara de perro, del mayor fenómeno cultural y tecnológico del nuevo milenio. A nadie sorprende que esta combinación majestuosa de talento titulada The social network (David Fincher, 2010), haya fracasado en la ceremonia de los premios más populares del cine americano. El problema de la Academia es que arrastra veinte años de retraso cultural y, por ello, la labor de gigantes como Buñuel declaraba la etiqueta de moderno y, evidentemente, peor que lo anterior.
No menos jugoso resulta el paralelismo entre esa joya claustrofóbica que parió el, ahora en boca de todos, Rodrigo Cortés, Buried; y el nuevo episodio publicado por Danny Boyle de sus memorias filmográficamente autodestructivas. Nadie discute que ambas comparten la ambición y el buen hacer de sus directores para controlar el pulso narrativa de sus respectivos títulos. Cortés pagó cara su insolencia comercial el pasado domingo 13 de Febrero. En tiempos de desestructuración formal dentro del cine patrio, rodar en inglés una de las mejoras y más arriesgadas apuestas de los últimos años y vender el título a medio mundo antes de que llegara a nuestras pantallas se puede malinterpretar como una canallada. Pero la lección no la debe aprender el gallego -que, por la cuenta que le trae, ya debería ir diciendo que nació en Wisconsin-, sino la cúpula administrativa de la Academia. Juan Carlos Fresnadillo ya está reventando la taquilla estadounidense con Intruders, protagonizada por Clive Owen y Cortés acaba de finalizar el rodaje de Red lights en la ciudad condal, con Robert De Niro en el reparto. Quizás es que la nueva generación ha salido desobediente y se hartó de los problemas de financiación y distribución que plantea el mercado español. Al otro lado del charco, Boyle imprime nuevas secuencias en el imaginario colectivo del americano medio con 127 horas. Aseguraba el realizador que "sin no fuera por el trabajo de James Franco, ésta película habría sido una mierda". Gracias a Dios, entonces. El, otrora, realizador de Trainspotting (1996), adaptación homónima de la novela Irvine Welsh, creyó que volvería a tomarnos el pelo como ya hizo hace un par de años y, lo que es áun más preocupante, logró la nominación en la categoría de mejor película. No cabe desmerecer su mérito pues, si la validez de una cinta comercial se mide, entre otras cuestiones, por su capacidad para ejercer un legado sólido en la conciencia del espectador, tal y como ocurre, la película protagonizada por el presentador de esta ceremonia tiene muchas papeletas para entrar entre las mejores del año. Personalmente, sería incapaz de olvidar ese ademán del personaje por autosatisfacerse sexualmente con el brazo no-cangrenado que le resta. Sin olvidar, además, que Boyle cierra uno de los product placements más efectivos y descarados de la trayectoria del fenómeno publicitario con un hombre sediento, una imagen acelerada a través del desierto y una botella de Gatorade.
Y es que, como decía Herman Hesse, autor suizo; responsable, entre otros, de Siddhartha y Demian, "el verdadero humor empieza cuando ya no se toma en serio a la propia persona".