viernes, 14 de enero de 2011

Me siento como el personaje de alguna peli de John Waters


Excesivo, narcisista y deliciosamente disfuncional. Estoy jodidamente loco y todos los que me rodean pretenden obviarlo. Me niegan el derecho a disfrutarlo, a presentar un informe clínico que detalle porqué mi vida es más interesante que las suyas. Me quedan tres monedas; campanean en el bolsillo porque saben, las muy putas, que hoy me van a dar la noche. El bar contiguo es más barato y hay mejor ambiente. Pero será la penúltima vez que entre al ruso. La camarera me despierta cierta inquietud fetichista; como un buen pedazo de mierda se la ponía dura a los cuatro barones que llevaron a Passolini a la tumba. La luz tenue apenas deja entrever mi cerveza pero el pelo de tono cobrizo de ella siempre está iluminado. No deja de humedecerse los labios y parece nerviosa; sus ojos son preciosos, tienen el color del Bombay y siempre están revoloteando. Ningún estudio se ha preocupado por descubrir cómo cojones esos tobillos finos sostienen más ciento cincuenta kilos sobre sí mismos. La adoro. Ni siquiera conozco su jodido nombre impronunciable, pero la adoro. La gorda no para de gritarme algo sobre posavasos y San Petesburgo, y sus berreos son melodía para mis oídos. No se cansa. Se desgañita durante más de diez minutos y luego empieza a hablar en ruso. Creo que ha dicho algo de una ensaladilla. Ni idea.
Me disculpo con una reverencia, le pido que me guarde la rubia y salgo a la puerta del local. No quiero joderles con lo de la ley. Antes me provocaba arcadas pero lo cierto es que lo están consiguiendo. Ya no disfruto los pitillos; voy a acabar como Nicholson a las ordenes de Kubrick: loco y congelado. La nicotina no me llega a los pulmones, ¿puede alguien explicarme cómo demonios voy a contraer cáncer de pulmón? Se lo prometí a mi padre en su lecho de muerte; a él le atropelló un tranvía.
La camarera deja el bar, se acerca y me sonríe. Qué piños. Alguien debió encender la mecha dentro de su dentadura. Enciende un pall-mall rojo, aspira y deja que el humo caliente su garganta antes de lanzar una bocanada al cielo sin estrellas con el que la contaminación lumínica nos deleita. Es entonces cuando me doy cuenta de un detalle sórdido. El pezón derecho de la camarera está a punto de escaparse. Joder, la imagen me provoca sudor frío, un escalofrío que me baja por el espinazo como un chupito de aguardiente. Debe haberse percatado de mis muecas, porque deja el cigarro a la mitad y lo apaga con gracia, casi bailando claqué sobre la punta de la bota corta que calza. Acaba de marcharse y ya la echo de menos.